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lunes

La Tacuarita andariega


Apenas salió de su nido la Tacuarita andariega, le pareció, la glo­rieta en que había nacido -un algarrobo todo enredado de matapelos y burucuyáes-, soberanamente aburrida, y se largó a correr mundo. ¡Mire que corrió tierra el animal aquel! ¡Mire que vio campos y montes, y en los campos flores y gusanitos diversos, y en los montes árboles distintos y peligros y aventuras y manjares nuevos! Vivió tanto en despoblado, anidando por los huecos de los palos viejos, como en las casas del hombre, en los aleros y en las ventanas. Y vio desde el chalecito lujoso, donde la barren con es­cobas, hasta el rancho del pobre en que es venerada porque trae suerte. Todo lo anduvo con su pasito nervioso de hombre ejecutivo, sus saltitos continuos, su vuelo sin parar de rama en rama, gustando insaciable todas las sensaciones del Universo, fríos y calores, lluvias y sequías, resoles y tormentas. En Córdoba se encontró con las Cu­rrucuchas, pero ella, la porteñita, las desdeñó a causa de su apellido plebeyo -habían venido a menos las provincianas- y negó que fueran de su familia, lo cual estuvo mal. Lo mismo hizo en San Juan con las Pititorras.

Pero al fin, de tanto ver cosas nuevas, he aquí que todo empezó a parecerle viejo, y de tanto buscar cosas distintas, todo se le hizo tediosamente igual. No hubo ya bocado bueno para su paladar mi­mado.

Se enfermó de esplín como un turista inglés. Y siguió viajando. Y siguió aburrida y penando.

Un día un muchacho le llevó la cola de un hondazo y le quebró una pata. Rabona y renga ahora, se avergonzó de andar mostrando miserias por el mundo y llena de amargura se refugió al calorcito de su algarrobo natal. Sus padres no habían muerto pero estaban muy viejos: tenían ya siete años.

La Ratona Andariega los primeros días creyó morir de murria. Anidó en el algarrobo y tuvo que rodearlo todo buscando gusanos, porque no quería volar lejos de vergüenza de su renquera. Empezó a estudiar el algarrobo y reconocer sus recovecos y maravillas. Ha­bía un mundo de cosas en el árbol aquel, aparte del avispero de la copa y de los sapos que vivían al pie. Cada día descubría algo nuevo y cada día iba aficionándose más su corazón imperceptiblemente a su belleza sencilla, que iba convirtiéndose en algo suyo. Hasta que un día se sintió feliz en su pequeño hogar y se dijo a sí misma:

_Antes leía yo muchos libros y todos me parecían iguales. Ahora leo uno solo muchas veces y en cada página encuentro un mundo.


Leonardo Castellani (1899-1981)
Camperas. Bichos y personas
Editorial La Mazorca, 1941